jueves, 28 de julio de 2011

Día ciento noventidós: El Puente Oriental

El Puente de Oriente, con una extensión de 18 kilómetros, conecta dos islas en Dinamarca que estarían completamente incomunicadas entre ellas si no fuese por esta maravilla de la construcción moderna. Tardó siete años en construirse y hoy cuenta con cuatro carriles y una vía de tren para transportar mercancías entre ambos lados.

Pasando por debajo -sí, por mar-, me entró de repente un sentimiento indescriptible de estar infinitamente asombrada y conmovida por tal estructura que si la vemos de manera simplista, se remite a concreto, asfalto y vigas de acero, pero al fin y al cabo una gran creación humana. Y quizás por eso mismo es más maravillosa, porque surgió de la mente de algún ser humano. Sin embargo, mi estado de encontrarme completamente maravillada y con una sensación de jamás haber estado ante algo tan impresionante y a la vez tan monstruo, de repente se tornó en una melancolía terrible pero explicable.

Me acordé de cómo había escuchado tantas veces los cuentos de los viequenses que se quedaban sin gasolina, que tenían que esperar a que vinieran las malditas lanchas con abastecimientos para poder sobrevivir en esa olvidada isla. No pude evitar recordar las decenas de veces que esperando en alguna oficina de médico en Fajardo, algún residente de la Isla Nena se quejaba de que el doctor no llegaba y que se tenía que ir temprano porque si no, perdía la lancha. Me vinieron a la mente las historias de cómo para ir de Vieques a Culebra o viceversa, tenían que primero llegar a Fajardo. Pero sobretodo, me acordé de cómo decenas de estas personas todos los días iban a trabajar, a estudiar, a tratarse alguna enfermedad en la “Isla Grande” y tenían que madrugar para montarse en esa lancha de las cinco de la mañana que apestaba a vómito.

A medida que se acerca mi regreso a Puerto Rico, sigo conociendo cosas maravillosas y no puedo evitar sentir cierta envidia de esta gente. Se me ocurren miles de explicaciones panfleteras, económicas, sociales a estos fenómenos de la vida europea y también a los de la vida caribeña. Pero lo que todavía no entiendo es cómo en pleno Siglo XXI, unos puedan y otros no. Cómo, mientras unos pueden cruzar de una isla a otra en menos de media hora, todavía en esa pequeña isla que todavía no ha recuperado sus tierras, la gente no tenga medios dignos de transportación. Ni de salud. Ni de educación.

martes, 26 de julio de 2011

Día ciento ochentinueve: ¿Rusia?

I.

Hay un episodio de los Simpsons en el que en una asamblea en las Naciones Unidas, la delegación rusa de repente se revela como la delegación de la URSS y las calles se transforman en escenarios de desfiles militares soviéticos. La risa macabra del delegado de la Unión Soviética pareciera decirnos “nunca nos fuimos y ahora dominaremos el mundo!”. Por supuesto, para el espectador (o al menos para los que tenemos un sentido del humor un poco rojo), toda la escena causa un arranque de risa, pero al fin y al cabo se acaba el episodio y nos acostamos a dormir.

Caminar por San Petesburgo, antiguo Leningrado, en el 2011 es una experiencia (por no tener una mejor palabra y tener que recurrir a un cliché) surreal. Los edificios sin pintura en donde viven cientas de personas hoy están cubiertos de graffitis y anuncios de Heineken que instan a la población a “Open your world”. En las calles, se anuncia un concierto de Elton John y otro de Avril Lavigne y suenan las sirenas de una patrulla de policías que parece de los años 70 o sacado de algún episodio del Inspector Gadget. Frente a un club de “caballeros”, un pasquín gigante de muchachas en bikini en algun lugar que pareciera ser Egipto, a juzgar por las pirámides en el fondo. Abrazando a las chicas, en pose gángster: Lenin, no pasándola para nada mal.

Cuando pensaba en esta ciudad antes de venir para acá, quizás por ignorancia, me imaginaba que sería un poco como Berlín: algunos recuerdos de la era soviética dignos de un museo, pero una ciudad muy cosmopolita. Me equivoqué. Unas cuantas calles, incluyendo en la que vive Putin, tienen flores. El resto de la ciudad es incolora, o más bien gris y crema, exceptuando los monumentos impresionantemente hermosos de la era de los zares.

No pude evitar sentir, aún dentro del calor que hacía en una guagua sin aire acondicionado, que me encontraba en una ciudad fría. No sé cómo será para la gente que vive aquí: en el hospital donde nacen todos los bebés en San Petesburgo, sobre la puerta hay cuatro siglas sobre una estrella roja. Al otro lado de la calle, en la Universidad, sobre la puerta principal, la cara de Vladimir. Sin las muchachas en bikini.

II.

Tomar el metro en San Petesburgo es una experiencia interesante. En medio de una ajetreada zona metropolitana y al lado de el mercado de campesinos que vienen desde los antiguos países satélites a vender sus productos, se encuentra la estación de Vladimirskaya en la cual para subirte al tren, tienes que comprar un “token” de bronce. La estación contrasta grandemente con la mayoría de la ciudad: trescientos pies bajo tierra, está toda construída en mármol y decorada con gigantes estrellas de bronce y grandes lámparas cuelgan desde los techos.

A la salida por mar desde San Petesburgo, en dirección a las aguas finlandesas, hay una isla de unos diez kilómetros que hasta 1996 no podía ser visitada sin la invitación de alguno de sus habitantes. Hasta ese año sirvió de base naval. Sin embargo, todavía cuando pasas por allí, hay restos de las grandes fortificaciones que construyó Pedro el Grande para evitar que los enemigos de los países bálticos tomaran la nueva capital rusa. Todavía cuando pasas por allí, hay grandes buques militares activos y uno que otro submarino acompañándolos. No pude evitar pensar en aquel delegado ruso de los Simpsons.

viernes, 15 de julio de 2011

Día ciento setentiocho: El almendro

A Arara

Esta mañana visité el Museo Van Gogh en Amsterdam. En una de sus salas, se exhibe la etapa influenciada por el arte japonesa. Hay un cuadro titulado "Almendro en flor", que usualmente pongo como foto de perfil en Facebook en esos momentos turbulentos cuando necesito escaparme un ratito.

En la exhibición, la explicación que se da sobre la obra es la siguiente: en medio de la vida turbulenta de Vincent, un día recibe la noticia de que su hermano Theo ha tenido un hijo. El primer impulso del pintor fue buscar el canvas y pintar el almendro florecido, como reafirmación de que dentro de todo el tormento, siempre florecía la vida. Siempre florecía la esperanza.

martes, 12 de julio de 2011

Día ciento setenticinco: El muro

A Miguelito.


...sobre el rencor de clase floreció el amor,
ayer Lenin y Sza Sza Gabor se casaban en New York.


-El Muro de Berlín, de Joaquín Sabina


En la parte este de Berlín, aún sigue en pie una gran parte del muro que fue derribado casi totalmente en 1989. Debido a la censura del bando de la URSS, este lado estaba completamente en blanco, y cuando se derribó el muro aquel noviembre, un lado (el de Alemania Occidental) estaba lleno de graffitis, mientras que el otro estaba absolutamente vacío.


Con la apertura, se le encomendó a varios artistas a hacer murales en la cara hacia Alemania del Este, y éstos se mantienen hasta el día de hoy. Cada mural es un memorial a las víctimas de la división de Berlín, un llamado a la unificación, a la paz, a la tolerancia... 


Cuando mi hermano y yo terminamos de recorrer esta parte, conocida como el "East Side Gallery", decidimos regresar por el otro lado del muro, que queda cara al río. Sin embargo, luego de caminar varios metros, no pudimos pasar. En medio del final del muro y su comienzo, se había instalado un restaurante que impedía que aquellos que no consumían en el carísimo local pudiesen continuar a orillas del río hacia la estación del metro. 

domingo, 3 de julio de 2011

Día ciento sesentiséis: Adiós

A Mili y Che

Mañana me voy de lo que ha sido mi casa por los últimos seis meses. De lo que ha sido mi taller de portugués, de lucha, de independencia personal. Es difícil decirle adiós a un sitio en donde has aprendido tanto sobre el mundo, pero más difícil es decirle adiós a un sitio donde has aprendido mucho sobre ti. 


Hoy mientras me despedía de las calles que he pisado todos los días corriendo porque voy tarde a clase, me senté a escuchar música con mi familia. Repentinamente, me dio un sentimiento de soledad increíble, de una tristeza absoluta... pero a la misma vez una necesidad súbita de estar completamente sola. Me levanté del piso llorando y corrí hacia la Catedral, llorando. No sabía qué hacer, estaba sobrecogida por la ansiedad de la inminente partida. Me dirigí hacia la acampada, que levantaban hoy, para despedirme de los compañeros y las compañeras que por más de un mes estuvieron allí. En cuanto llegué allí, me contuve bastante bien, pude despedirme sin soltar lágrima alguna. Sin embargo, no sé aún si fue porque se me pasó el sentimiento horrible del principio, o porque se hizo más intenso. Despedirme de Compostela es difícil, pero despedirme de su gente es peor.


Han sido seis meses intensos, llenos de recuerdos gratos, pero también de muchos momentos difíciles. No pretendo que esto se convierta en uno de esos horrorosos discursos de despedida como en mi graduación de cuarto año de escuela superior, pero si ha habido algún momento definitivo en mi no tan larga vida, han sido estos seis meses. Más, inclusive, que la huelga de la UPR. Son dos situaciones absolutamente distintas, y en ambas he tenido (hemos tenido) que crecer a la fuerza. Pero si algo he podido aprender ha sido a amar la soledad, a regodearme en ella, a darme cuenta de que a veces cuando más sola uno está, es cuando más acompañada se siente. 


Mañana emprendo en un viaje por Europa con mi hermano, seguiré conociendo este mundo que a veces no nos damos cuenta, por estar sumergidas y sumergidos en el nuestro, existe y consiste de miles -de millones- de realidades. Espero, si me lo permiten, seguir contándoles de las pequeñas aventuras y momentos que hacen de esta etapa una tan importante. El veintinueve de julio ya estaré en Puerto Rico, luego de ciento ochentinueve días fuera de allí. Regresaré, estoy segura, convencida de muchas cosas de las cuales ya creía, y con visiones nuevas de muchas otras que creía conocer. Ya tengo mi mochila lista.



jueves, 30 de junio de 2011

Día ciento sesentitrés: En mi Viejo San Juan

Como parte de mis múltiples despedidas y preparativos para comenzar el regreso a casa, ayer quedé en encontrarme con algunos compas compostelanos. La cita: comprar empanada gallega y sentarnos frente a la Catedral a intentar resolver los problemas políticos mundiales. Buscamos una sombrita, y eso hicimos. Resolvimos desde la situación actual de la crisis europea, hasta los dolores de cabeza que causan los artículos de Sánchez Dragó.

De repente, escucho los primeros acordes de "En mi Viejo San Juan". En son de broma le comento a mi amiga: "Estoy tan estresada con esto de hacer maletas, que ya escucho música puertorriqueña en mi cabeza." Pero no, me dijo ella, no estaba en mi cabeza. El sonido salía de la calle de abajo.

Agarramos nuestros bolsos y empanadas, y salimos corriendo buscando de dónde salía. Dos tunos "universitarios" de casi cincuenta años estaban sentados en el Bar Raxoi tomando cantidades increíbles de alcohol a las cinco de la tarde y cantando. Uno tenía en su mano una guitarra que había cogido aparentemente varios cantazos a juzgar por el duct-tape que la rodeaba, y el otro aportaba únicamente su mandolina, que detenía cada tres segundos para beber de su gran jarro de Estrella Galicia.

Cuando llegamos, aplaudimos. Nos preguntaron nuestros nombres y de dónde éramos. "Puerto Rico", dije. De nuevo tocaron "En mi Viejo San Juan". El tipo de la guitarra había estado hace diez años en la isla y en su capa llevaba un bordado con nuestra bandera. "Allí me quiero retirar yo, para pasar todas las tardes en la playa cantando a Ismael Rivera", y continuó con "El Nazareno". Dicho sea de paso, "El Nazareno" acompañado por una mandolina... se podrán imaginar.

El mesero de la barra, quien resultó ser de Punta Cana, se reía y se reía, y nos comentaba que esos dos siempre estaban allí. El repertorio de música boricua que incluyó una imitación muy gallega de Cheo Feliciano y de Marvin Santiago "a lo celta", de repente se vio interrumpido por la llegada de cuatro turistas rusos. La respuesta de los tunos: tocar "Hasta Siempre Comandante", de Carlos Puebla. En ese mismo momento, llegaron varios compañeros independentistas de acá de Galiza y comenzaron a cantarla con nosotros... ya eran las nueve de la noche y no nos habíamos dado cuenta.

Al salir, ya íbamos tarde para la Asamblea de la Acampada, pero la habíamos pasado tan bien que no nos importó mucho. Como me dijo mi amiga cuando nos despedimos: "esta tarde sólo hubiese podido ser más bizarra si entraba un tigre con una gaita a la barra".

sábado, 11 de junio de 2011

Día ciento cuarenticuatro: Impotencia

Los primeros días que estaba acá, veía las noticias de la huelga de la UPR y me sentía terrible. Si era difícil ver cómo arrestaban a tus hermanos, a tus compas, cuando estabas al lado de ellos en el momento en que sucedió, más difícil fue vivirlo en la distancia con el horroroso sentimiento de no poder hacer absolutamente nada. No es como si en Puerto Rico se hubiese podido hacer mucho más, pero al menos tenía la sensación reconfortante de cantar con rabia a través del megáfono. Aquí acusaban a mis compas de cargos graves y yo tenía que salir a la calle y ver a la gente funcionar normalmente. Era un sentimiento parecido a ir a Plaza las Américas durante la huelga: sorprenderte de que había gente viviendo de una manera absolutamente cotidiana. Gente que podía sentarse en la sala de un cine a ver una película sin recibir diez mensajes de texto paranoicos o convocando a reuniones. Gente que compraba comida en La Terraza sin sentirse culpable porque en los portones no había ni galletas Export Soda


Hoy reviví esa terrible sensación, pero en mi propia casa. Me levanté por la mañana, me serví mi cereal Eroski y me senté a revisar mis apuntes para un examen. Entré al internet a enterarme qué había pasado durante la noche en Puerto Rico, pero me quedé local. La policía nacional apaleaba a la gente en Madrid. Los manifestantes se sentaban en el piso y los sacaban a patadas. Yo, sentada, observando la pantalla sintiéndome absolutamente furiosa, impotente y horrorizada (porque por alguna razón, uno puede vivir estas cosas mil veces y le siguen doliendo como la primera). Mi compañera de cuarto pasándose plancha, pintándose las uñas y cantando Don Omar. 

Sentí un coraje gigantezco. ¿Cómo puede estar concentrándose en nimiedades cuando ocurren estas cosas en su propio país? ¿Cómo alguien que lleva aquí cinco meses llora de rabia al ver esto y ella está preparándose para salir a almorzar con sus amigas? De repente, esa rabia se convirtió en sentimiento de culpa. Yo no había hecho absolutamente nada desde que estaba aquí para explicarle lo que ocurría. 

Me levantaba para ir a Asambleas, para repartir algún que otro boletín, para debatir ferozmente con otras organizaciones políticas, pero llegaba a casa y no lo mencionaba una sola vez. Todos los días convenzo gente en la calle a que la tome, a que se apropie de ella, y yo no he sido capaz de hacerlo en mi propia casa.