jueves, 30 de junio de 2011

Día ciento sesentitrés: En mi Viejo San Juan

Como parte de mis múltiples despedidas y preparativos para comenzar el regreso a casa, ayer quedé en encontrarme con algunos compas compostelanos. La cita: comprar empanada gallega y sentarnos frente a la Catedral a intentar resolver los problemas políticos mundiales. Buscamos una sombrita, y eso hicimos. Resolvimos desde la situación actual de la crisis europea, hasta los dolores de cabeza que causan los artículos de Sánchez Dragó.

De repente, escucho los primeros acordes de "En mi Viejo San Juan". En son de broma le comento a mi amiga: "Estoy tan estresada con esto de hacer maletas, que ya escucho música puertorriqueña en mi cabeza." Pero no, me dijo ella, no estaba en mi cabeza. El sonido salía de la calle de abajo.

Agarramos nuestros bolsos y empanadas, y salimos corriendo buscando de dónde salía. Dos tunos "universitarios" de casi cincuenta años estaban sentados en el Bar Raxoi tomando cantidades increíbles de alcohol a las cinco de la tarde y cantando. Uno tenía en su mano una guitarra que había cogido aparentemente varios cantazos a juzgar por el duct-tape que la rodeaba, y el otro aportaba únicamente su mandolina, que detenía cada tres segundos para beber de su gran jarro de Estrella Galicia.

Cuando llegamos, aplaudimos. Nos preguntaron nuestros nombres y de dónde éramos. "Puerto Rico", dije. De nuevo tocaron "En mi Viejo San Juan". El tipo de la guitarra había estado hace diez años en la isla y en su capa llevaba un bordado con nuestra bandera. "Allí me quiero retirar yo, para pasar todas las tardes en la playa cantando a Ismael Rivera", y continuó con "El Nazareno". Dicho sea de paso, "El Nazareno" acompañado por una mandolina... se podrán imaginar.

El mesero de la barra, quien resultó ser de Punta Cana, se reía y se reía, y nos comentaba que esos dos siempre estaban allí. El repertorio de música boricua que incluyó una imitación muy gallega de Cheo Feliciano y de Marvin Santiago "a lo celta", de repente se vio interrumpido por la llegada de cuatro turistas rusos. La respuesta de los tunos: tocar "Hasta Siempre Comandante", de Carlos Puebla. En ese mismo momento, llegaron varios compañeros independentistas de acá de Galiza y comenzaron a cantarla con nosotros... ya eran las nueve de la noche y no nos habíamos dado cuenta.

Al salir, ya íbamos tarde para la Asamblea de la Acampada, pero la habíamos pasado tan bien que no nos importó mucho. Como me dijo mi amiga cuando nos despedimos: "esta tarde sólo hubiese podido ser más bizarra si entraba un tigre con una gaita a la barra".

sábado, 11 de junio de 2011

Día ciento cuarenticuatro: Impotencia

Los primeros días que estaba acá, veía las noticias de la huelga de la UPR y me sentía terrible. Si era difícil ver cómo arrestaban a tus hermanos, a tus compas, cuando estabas al lado de ellos en el momento en que sucedió, más difícil fue vivirlo en la distancia con el horroroso sentimiento de no poder hacer absolutamente nada. No es como si en Puerto Rico se hubiese podido hacer mucho más, pero al menos tenía la sensación reconfortante de cantar con rabia a través del megáfono. Aquí acusaban a mis compas de cargos graves y yo tenía que salir a la calle y ver a la gente funcionar normalmente. Era un sentimiento parecido a ir a Plaza las Américas durante la huelga: sorprenderte de que había gente viviendo de una manera absolutamente cotidiana. Gente que podía sentarse en la sala de un cine a ver una película sin recibir diez mensajes de texto paranoicos o convocando a reuniones. Gente que compraba comida en La Terraza sin sentirse culpable porque en los portones no había ni galletas Export Soda


Hoy reviví esa terrible sensación, pero en mi propia casa. Me levanté por la mañana, me serví mi cereal Eroski y me senté a revisar mis apuntes para un examen. Entré al internet a enterarme qué había pasado durante la noche en Puerto Rico, pero me quedé local. La policía nacional apaleaba a la gente en Madrid. Los manifestantes se sentaban en el piso y los sacaban a patadas. Yo, sentada, observando la pantalla sintiéndome absolutamente furiosa, impotente y horrorizada (porque por alguna razón, uno puede vivir estas cosas mil veces y le siguen doliendo como la primera). Mi compañera de cuarto pasándose plancha, pintándose las uñas y cantando Don Omar. 

Sentí un coraje gigantezco. ¿Cómo puede estar concentrándose en nimiedades cuando ocurren estas cosas en su propio país? ¿Cómo alguien que lleva aquí cinco meses llora de rabia al ver esto y ella está preparándose para salir a almorzar con sus amigas? De repente, esa rabia se convirtió en sentimiento de culpa. Yo no había hecho absolutamente nada desde que estaba aquí para explicarle lo que ocurría. 

Me levantaba para ir a Asambleas, para repartir algún que otro boletín, para debatir ferozmente con otras organizaciones políticas, pero llegaba a casa y no lo mencionaba una sola vez. Todos los días convenzo gente en la calle a que la tome, a que se apropie de ella, y yo no he sido capaz de hacerlo en mi propia casa.