martes, 26 de julio de 2011

Día ciento ochentinueve: ¿Rusia?

I.

Hay un episodio de los Simpsons en el que en una asamblea en las Naciones Unidas, la delegación rusa de repente se revela como la delegación de la URSS y las calles se transforman en escenarios de desfiles militares soviéticos. La risa macabra del delegado de la Unión Soviética pareciera decirnos “nunca nos fuimos y ahora dominaremos el mundo!”. Por supuesto, para el espectador (o al menos para los que tenemos un sentido del humor un poco rojo), toda la escena causa un arranque de risa, pero al fin y al cabo se acaba el episodio y nos acostamos a dormir.

Caminar por San Petesburgo, antiguo Leningrado, en el 2011 es una experiencia (por no tener una mejor palabra y tener que recurrir a un cliché) surreal. Los edificios sin pintura en donde viven cientas de personas hoy están cubiertos de graffitis y anuncios de Heineken que instan a la población a “Open your world”. En las calles, se anuncia un concierto de Elton John y otro de Avril Lavigne y suenan las sirenas de una patrulla de policías que parece de los años 70 o sacado de algún episodio del Inspector Gadget. Frente a un club de “caballeros”, un pasquín gigante de muchachas en bikini en algun lugar que pareciera ser Egipto, a juzgar por las pirámides en el fondo. Abrazando a las chicas, en pose gángster: Lenin, no pasándola para nada mal.

Cuando pensaba en esta ciudad antes de venir para acá, quizás por ignorancia, me imaginaba que sería un poco como Berlín: algunos recuerdos de la era soviética dignos de un museo, pero una ciudad muy cosmopolita. Me equivoqué. Unas cuantas calles, incluyendo en la que vive Putin, tienen flores. El resto de la ciudad es incolora, o más bien gris y crema, exceptuando los monumentos impresionantemente hermosos de la era de los zares.

No pude evitar sentir, aún dentro del calor que hacía en una guagua sin aire acondicionado, que me encontraba en una ciudad fría. No sé cómo será para la gente que vive aquí: en el hospital donde nacen todos los bebés en San Petesburgo, sobre la puerta hay cuatro siglas sobre una estrella roja. Al otro lado de la calle, en la Universidad, sobre la puerta principal, la cara de Vladimir. Sin las muchachas en bikini.

II.

Tomar el metro en San Petesburgo es una experiencia interesante. En medio de una ajetreada zona metropolitana y al lado de el mercado de campesinos que vienen desde los antiguos países satélites a vender sus productos, se encuentra la estación de Vladimirskaya en la cual para subirte al tren, tienes que comprar un “token” de bronce. La estación contrasta grandemente con la mayoría de la ciudad: trescientos pies bajo tierra, está toda construída en mármol y decorada con gigantes estrellas de bronce y grandes lámparas cuelgan desde los techos.

A la salida por mar desde San Petesburgo, en dirección a las aguas finlandesas, hay una isla de unos diez kilómetros que hasta 1996 no podía ser visitada sin la invitación de alguno de sus habitantes. Hasta ese año sirvió de base naval. Sin embargo, todavía cuando pasas por allí, hay restos de las grandes fortificaciones que construyó Pedro el Grande para evitar que los enemigos de los países bálticos tomaran la nueva capital rusa. Todavía cuando pasas por allí, hay grandes buques militares activos y uno que otro submarino acompañándolos. No pude evitar pensar en aquel delegado ruso de los Simpsons.

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